A la sombra del asombro
En cuestión de muy pocos meses, la mayoría de nosotros ha tenido noticia de la irrupción de la inteligencia artificial.
ChatGPT, por ejemplo, se presenta como una herramienta cargada de increíbles posibilidades.
Le pides a una máquina que te redacte un texto o te diseñe una imagen y, dándole unas breves indicaciones, resuelve en segundos el reto que se le plantea.
Me pregunto si tenemos que tener miedo.
Hay quien dice que muchas de las profesiones que hoy conocemos, en 25 años, desaparecerán.
Podemos ir preparándonos, eso es seguro, para ser sustituidos en muchas de las labores que, a diario, realizamos. Se aproxima una nueva revolución social, como ocurrió con la industrial, en la forma de trabajar. Se tratará de un cambio difícil de gestionar pero no dramático: profesiones y preparaciones distintas y modos nuevos de poner nuestros talentos a funcionar.
Tal vez mi ignorancia resulta temeraria pero, en realidad, lo único que me da miedo es que, ante las deslumbrantes opciones que ofrece la tecnología, callemos la voz de los poetas, el grito de los artistas. Diréis que soy insistente con el tema pero es que tengo el convencimiento de sus voces son miradas imprescindibles, que nos descubren la belleza de lo real, de lo prosaico y menudo, de lo anodino frente al brillo hipnotizante de lo virtual.
Y esa forma de asombrarse, de mirar y admirar la realidad es una chispa que nace del alma humana que sabe preguntarse, que indaga, que sufre, agradece, conversa, duda, es vulnerable, conoce los límites y necesita - para completarse- expresarse y encontrarse con los demás.
Este es el fin de todo arte, el de los poetas, los pintores, los bailarines, los escultores, diseñadores o los músicos: propiciar un encuentro en el que dos universos - el del artista y el del espectador- hablen, vibren, compartan la mutua condición humana cargada de preguntas, de fragilidades, de miedos, de alegrías, de dichas, de gozos, de paradojas y de incertidumbres.
Una máquina puede darme respuestas pero no avanzar conmigo en la búsqueda de sentido y motivos para vivir.
Un algoritmo no me va a enseñar a amar, ni a disfrutar de la suerte de estar vivos.
Así que no tengo miedo a la IA. El aprendizaje- diría más bien la sabiduría-no puede venir dado en cuestión de segundos. Es una tarea que se forja con el paso del tiempo, se gesta, ¡se alumbra! a través de los acontecimientos, la contemplación pausada, los errores, el sentido del humor, las buenas lecturas, los empachos de belleza natural o creada y el goce que viene de amar y ser amado. Estamos salvados mientras custodiemos y valoremos todo que nos hace verdaderamente humanos.
Y es que la sabiduría no se alcanza con algoritmos, sólo asombrándose.
La encontramos lejos, muy lejos, de las pantallas.
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