A MI FAVOR: "Sólo quería mirarte"

Seguro habréis comprobado cómo baja el nivel de adrenalina a medida que avanza la tarde. Cuando recojo a mis niños sucios y polvorientos del colegio, cargados con mochila raídas y con pocas ganas de contar cómo les ha ido el día, me sorprendo a menudo ensimismada con pensamientos lejanos a la realidad familiar que me circunda.

Mi coche, tras unos minutos, aparece alfombrado de restos de barro, papelajos varios y - el día que les he llevado merienda-  montones de migas de pan se entrometen en las esquinas de los asientos haciendo ineficaz cualquier tipo de artilugio de aspiración.

En invierno el calor humano empaña los cristales y miles de mensajes  jeroglíficos o dibujos diseñan el interior de las ventanas. Unos quieren oír a los pitufos, otros los 40 principales, y a mi me gustan las tertulias radiofónicas. Eso sí, si consigo que me cuenten alguna anécdota de la jornada procedo a apagar de inmediato el reproductor y me dispongo a escucharlos. Entonces se atropellan unos a otros y disputan por el preciado derecho a hablar mientras el resto permanece callado a la espera de noticias. Pero a veces, entre tanta trifulca, ocurren cosas mágicas, irrepetibles, memorables.

Esta vez fue Ignacio quien, con una ingenuidad que despertaría cualquier corazón dormido, consiguió recuperarme del estado de desconexión en el que me hallaba sumida cuando el semáforo se puso en rojo.

La escena se desarrolló en el tiempo de espera que se produce hasta el cambio de color .

Entre los sonidos habituales que viajan dentro del vehículo, se alzaba una vocecita aguda e insistente que decía: -“¡Mamá!”-. Yo repetía lacónicamente, sin mirar tan siquiera por el retrovisor: -“Dime” -.

Volvió a insistir. -“¡Mamá!”-.Y yo, tratando de mostrar más interés del habitual pero sin dejar de observar la carretera, le dije sin más :-“¿Qué quieres cariño?”-

Tras un segundo de indecisión, volvió a llamarme :-“Mamá!”-. En aquel instante giré mi cabeza y dirigí mi ojos hacia el asiento de atrás. Estaba casi a punto de gritar cuando me topé con su inmensa mirada azul brillante contemplándome extasiado. Entonces me dijo :“-Ya está!” –

Aquello me descolocó y reconozco que me costó descifrar el sentido de su reacción.

Sin querer aclararme nada, lo comprendí todo.
Me hizo entender que él sólo quería verme.
Y que le viera.
Era un intercambio que comprobé le producía efectos balsámicos. Le recomponía. Tan solo eso; mirándole un instante se daba por satisfecho. Gozaba con la dicha de la mirada de la ternura que una madre, aunque a veces esté muy en el fondo del iris, posee.

Cada día aprendo algo de mis hijos. Aquel día aprendí físicamente, el pasmo ante la contemplación del cariño. Aprendí cómo un encuentro con una mirada sincera desarma de inmediato. Palpé la fundamental tarea que tenemos los padres de mirar de frente a nuestros hijos. O de lado, o de reojo….pero mirarlos.

A nuestro alrededor muchos pares de ojos buscan encontrarse con los nuestros. Si tan sólo nos detuviéramos unos instantes, propiciaríamos estos trasvases cargados de humanidad, condensada en un círculo de diámetro diminuto pero con profundidad y densidad infinita .

Nuestros agobios y prisas pueden convertir en borrosa una vida transparente. Una felicidad que está al alcance de cualquier afortunado que disfrute de lo que es el cariño de una familia, de un amigo que sepa mirarte bien.

No hay día , desde entonces, que no coja entre mis manos la cabecita- o cabezaza -de mis niños y me aplique concienzudamente en disfrutar de esa limpieza de alma que desborda su mirada y me hace estar un poco más cerca de Dios.
La música que me ha acompañado en este post: "Nadie como tú" de Presunto Implicados y Pancho Céspedes

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