Noviembre y como acabará esta historía


Una buena amiga me ha dicho que las cosas que escribo suenan demasiado rotundas y taxativas. Es verdad que, en general, me cuesta la moderación pero tal vez el problema resida en la selección de los temas.
Para el de hoy, mi posición es bien distinta. Me arrugo como la que más ante la realidad de la muerte y su mera mención me asusta. Pero no estoy sola aquí. La angustia de envejecer, enfermar o morir la compartimos todos los hombres.
Contemplar un cadáver produce violencia e incomodidad. Nunca nos es ajeno porque sabemos, con certeza plena, que algún día seremos nosotros los contemplados.

Dentro del féretro ausencia de boato y cargos. Ni habilidades, ni virtudes o defectos. La suerte está echada y ahora ya no hay marcha atrás. Nada más que añadir o enmendar.

Esa irrevocabilidad, sacude interiormente.

Al salir del tanatorio la luz del día nos reconforta. La cotidianeidad ayuda a recomponernos por dentro.

Podemos entonces refugiarnos en la inmediatez. No pensar y seguir deambulando por la superficie de la existencia, sin buscar un sentido a nuestros pasos en la tierra. Básicamente, ir tirando hasta que el cuerpo aguante.

La otra opción posible es abordar el tema con valentía y tratar de resolver las preguntas fundamentales que toda persona, a raíz de la muerte de otra, se hace acerca de su propia existencia.

He comprobado como en las familias donde el dolor y la muerte se contempla como parte del paisaje de la vida humana, es más fácil integrar el sufrimiento de la perdida. Cuando existe un trato entre distintas generaciones y se normaliza la convivencia entre sanos y enfermos , no se difumina el carácter de historia dramática que siempre tiene la vida humana.

La sociedad contemporánea esconde lo feo, lo viejo y lo inútil; pretende silenciar nuestra limitada y finita condición.
Los padres tenemos que contrarrestar esa tendencia cultural educando a los hijos de modo realista. El dolor es un mal cierto, que se ha de evitar en lo posible. Pero su presencia pasada, actual o futura confieren seriedad y espesor a nuestra vida.

Nuestras lágrimas de adultos pueden mostrarles que el sufrimiento no es incompatible con la alegría y que la muerte puede convertirse en una buena maestra para el hombre. Aprendemos de ella lecciones tan valiosas como la fugacidad de lo material, el inevitable transcurso del tiempo y la necesidad de aprovechar los días para sacar partido a nuestras capacidades.

No sé si se puede enseñar a morir, pero es esencial que les enseñemos a vivir de verdad.
Lo hacemos cuando no perdemos de vista nuestra contingencia y cuando disfrutamos de las cosas de este mundo con paso corto y mirada larga ; con la prudencia de quien sabe que está en situación de precario.

Si tenemos la suerte de creer que nos espera una eternidad feliz, hemos de transmitir a los hijos una confianza total en que la vida nuestra no acaba bajo tierra sino que traspasa los límites del espacio y del tiempo. Que volveremos a encontrarnos.

Es verdad que para los que carecen de fe es más difícil dar una respuesta positiva al mayor de los enigmas.
¿Cómo demostrar de modo racional y convincente que no hay nada después y que todo terminará dentro de un ataúd?.
Les corresponde a ellos la carga de la prueba.
Hay quienes, ya desde hace muchos siglos, han dado su vida por afirmar que la muerte no tiene la última palabra y que esta historia acabará bien.

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