No me perteneces



Completamente de acuerdo con la Sra Celaá: "No podemos pensar ¡de ninguna de las maneras! que los hijos pertenecen a los padres". 
Lo tuve claro desde el momento que alumbré al primero de los mios. Fue como una sensación de vértigo. Ese ser minúsculo ¡tan mío!, en realidad no lo era. Siendo completamente vulnerable y dependiente, era mucho más que yo. Tenía dignidad propia, no prestada, que debía reconocer y respetar. Advertí con certeza inusual, la imposibilidad -la indecencia!- de disponer de él a mi antojo y capricho.
No me pertenecía pero, por unos años, me correspondía acompañarlo en la adquisición de autonomía y criterio en la toma de decisiones, en el desarrollo de sus talentos y la formación de su virtudes.
Lo que ocurriera durante este tiempo de acompañamiento parental tendría repercusiones determinantes en el transcurso de su vida futura.
Esa realidad me abrumó, precisamente por el hecho de que era una responsabilidad que me señalaba y correspondía sólo a mi.
Y es que la educación no es neutra. Pide orientación, hacia lo que conviene o no, hacia lo que ayuda a crecer, hacia lo que te va a completar .
A nosotros los padres nos corresponde posicionarnos y darles criterios claros, tenemos el derecho y el deber de educar conforme a lo que consideramos óptimo para nuestros hijos. Es un deber y responsabilidad que nos compete, nos interpela y de los que no podremos zafarnos cuando miremos hacia atrás viendo en quiénes se han convertidos nuestros hijos. Nos incomode o no, desde el mismo momento en que llegan a nuestras vidas, una parte importante de lo que sean de adultos nos lo deben - para bien o para mal- a nosotros.

Pero es que además, y por paradójico que resulte, qué sea lo óptimo y adecuado no lo establecen ni los padres, ni el ministerio de turno, ni el mejor de los tutores. Esos límites vienen dados por la propia condición humana, por el hecho de vivir en sociedad y compartir derechos y deberes.
A los adultos nos atañe reconocer su presencia, su valor y necesidad y así transmitírselas a nuestros hijos y alumnos para que logren desarrollarse en plenitud  y prepararse para vivir en comunidad y no convertirse en unos futuros insatisfechos por inadaptados e infelices.

En fin, Sra Celaá, los hijos no nos pertenecen. Tampoco al ministerio de turno por más que resulte seductor dominar las conciencias de los otros. Nuestros hijos, andando a hombros de padres gigantes e imperfectos que sólo desean su bien y que los aman más que a si mismos, harán de sus vidas obras de arte. Y ese es, Sra Ministra, es el fin y propósito de toda educación que merezca tal nombre. A lo otro se le llama adoctrinamiento.

Como muestra, un botón.
Jorge Drexler y su hijo Pablo....
Noctiluca y de como un padre acompaña a su hijo al descubrimiento de la belleza de una composición musical, siguiendo la melodía y ritmo que él marca.
Le proporciona instrumento, espacio, orientación.
Su hijo aprende, se deja guiar, se fía y surge la magia.






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